El santuario y el burro

Un hombre era el respetado custodio de un santuario levantado sobre la tumba de un venerable santo. Un día, su hijo decidió emprender con su burro un peregrinaje por el mundo visitando lugares sagrados. Al cabo de varios años, envejecido y fatigado, el burro murió, y aquel peregrino decidió enterrarlo ya que había tomado afecto al animal que lo había acompañado tanto tiempo. Una vez dada sepultura al burro, decidió que su viaje había concluido pero antes pensó que era conveniente quedarse allí a descansar una temporada.
Pero los que pasaban por el lugar, veían a un hombre de semblante noble en silencio al lado de aquella tumba y concluyeron que allí había enterrado algún santo anónimo sin duda excepcional, pues aquel al que sin duda consideraban su discípulo no se movía de allí hiciera frío o calor, lloviera o nevara. La noticia corrió por la comarca y muchos se acercaron a poner flores y ofrendas sobre la sepultura y cada vez más gente acudía al lugar mostrando gran devoción. Al poco, alguien tomo la iniciativa de edificar un santuario donde los fieles pudieran elevar plegarias e, incluso, se oyeron algunas voces que hablaban de milagros.
Nuestro peregrino, asombrado por la extraña actitud de los lugareños decidió regresar a su casa. Una vez de vuelta, narró a su padre lo acontecido con la tumba de su burro.
El padre calló un rato pero al fin dijo:
– Hijo mío, he de confesarte algo. Este santuario donde te criaste, por una sucesión de acontecimientos parecidos a los que me has contado, también fue erigido sobre la tumba de mi burro hace más de treinta años.

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