El gusanito

Un pequeño gusanito caminaba un día en dirección al sol. Muy cerca del camino se encontraba un saltamontes. “¿Hacia dónde te diriges?”— le preguntó—. Sin dejar de caminar, la oruga contestó: “Tuve un sueño anoche: soñé que desde la punta de esta montaña miraba todo el valle. Me gustó lo que vi en mi sueño y he decidido realizarlo”. Sorprendido, el saltamontes dijo, mientras la oruga se alejaba lentamente: “¡Debes estar loca!, ¿cómo podrás llegar hasta el tope de la montaña?, ¿tú?, una simple oruga. Una pequeña piedra será un monte, un pequeño charco un mar, ¿no te das cuenta de la realidad? Esta es tu comunidad, aquí viven tus amigos, ¡deja de perseguir sueños imposibles y siéntate con nosotros a pasar la tarde o dormirte una siesta!”.

Sin embargo, el gusanito ya estaba lejos y no lo escuchó; sus diminutos pies no dejaron de moverse. Del mismo modo, la araña, el topo y la rana le aconsejaron desistir: “¡No lo lograrás jamás!”, le dijeron, pero en su interior había un impulso que la obligaba a seguir. Ya agotada, sin fuerzas y a punto de morir, la oruga decidió parar a descansar y construir con su último esfuerzo un lugar donde pernoctar. “Estaré mejor”, fue lo último que dijo. Por tres días, todos los animales del valle fueron a mirar sus restos. Ahí estaba el animal más loco del campo: había construido como su tumba un monumento a la insensatez; ahí estaba un duro refugio, digno de uno que murió por querer realizar un sueño irrealizable.

Una mañana, en la que el sol brillaba de una manera especial, todos los animales se congregaron en torno a aquello que se había convertido en una advertencia para los atrevidos. De pronto, quedaron sorprendidos: aquella costra dura comenzó a romperse y, con asombro, vieron unos ojos y unas antenas que no podían ser las de la oruga que creían muerta; poco a poco, como para darles tiempo de romperse del impacto, fueron saliendo las hermosas alas multicolores de mariposa de aquel impresionante ser que tenían frente a ellos. No hubo nada que decir; ellos sabían lo que haría, seguiría volando hasta la cima de la montaña y cumpliría de esa manera su sueño. Ahora, finalmente, entendían lo que había pasado.

El sueño que guardaba la oruga en su corazón era, en realidad, la profecía de los cambios que ocurrían en su vida.

Si no crees en tus sueños, nunca te prepararás para los cambios. Si no dejas de ser oruga, nunca volarás. Si no estás dispuesto a dejar el entorno en el que creciste, nunca llegarás a la cima. Aquello que estés dispuesto a dejar atrás determinará cuan lejos llegarás en la vida.

Debes morir para vivir; perder para ganar; dar para recibir.

Solo tú sabes las cosas que debes abandonar: ¡déjalas! Y corre con libertad la carrera que tienes por delante.

Este cuento se lo leí a Rosa Gomez en Cuentos para el Alma, pero os dejo el enlace de donde lo he cogido en internet.

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