En la ciudad de Babilonia vivía un rico mercader que poseía tal habilidad en el arte de las transacciones que conseguía de los demás aquello que, en cada momento, más le interesaba. Sin embargo Afrasiab, que era así como se llamaba, junto al éxito y la prosperidad que acompañaban su vida, tenía dos grandes preocupaciones que desde hacía varios años torturaban su alma.

La primera se trataba de su negocio. Afrasiab tenía la sospecha de que los que para él trabajaban no eran de fiar. Sentía que le robaban cantidades y servicios que, sin resultar de extrema gravedad, despertaban en él sentimientos de traición que no podía soportar.

La segunda, se trataba de su bella mujer a la que consideraba una buena esposa, pero pensaba que era fácilmente enbaucable, por lo que no confiaba en su fidelidad. Tal consideración turbaba su paz y llenaba de gran inquietud sus momentos de soledad.

Afrasiab vivía entre ambos mundos tratando constantemente de controlar y vigilar…

Y efectivamente, sucedía que cuando observaba a sus empleados, su entrenado cerebro interpretaba en tales rostros, las señales típicas del ladrón; sus miradas furtivas que indicaban algo que ocultar… el tono de sus conversaciones cuando él aparecía… incluso el nerviosismo de sus respuestas cuando Afrasiab les sometía a interrogatorios sutiles y encubiertos.

Afrasiab tenía que reconocer que no eran imaginaciones suyas pues los detalles de todas sus percepciones “encajaban” y confirmaban con toda claridad sus sospechas.

Por otra parte, cuando vigilaba los pasos de su esposa, todo parecía indicar que su comportamiento era obviamente sospechoso; no había duda de que ocultaba algo. La manera de bajar la voz cuando se refería a sus salidas, sus silencios y miradas melancólicas al horizonte indicando regocijo de algo que, seguramente, no se podía pronunciar… y otras muchas actitudes que sin ella pretenderlo, hacían que todas las suposiciones encajasen a la perfección en la mente de Afrasiab.

Llegó un día en que decidió poner fin a esta amargura, así que por una parte decidió encargar una secreta investigación de las cuentas de su negocio, de manera que se pusiesen al descubierto las anomalías que sospechaba. Y por otra, encargó a un criado de su confianza que siguiera los pasos de su esposa, a fin de confirmar lo que parecía evidente.

Tras tres semanas de espera, ¡Oh sorpresa! Sus empleados eran absolutamente inocentes de sus sospechas y, su mujer resultaba tener el comportamiento más ejemplar y correcto que él nunca había podido imaginar.

Al día siguiente, al comenzar el trabajo observó que los mismos gestos que toda la vida hicieran sus empleados, en esta ocasión, no parecían actitudes de ocultación, y casualmente sus tonos de voz y las miradas que le dirigían, aunque iguales que otras ocasiones, ya no le parecían tan sospechosas, ¡Curioso! Pensó.

Más tarde, al llegar a su casa y compartir junto a su esposa las labores de cada día, resultó que sus referencias a las salidas que ella había realizado ya no tenían, asombrosamente, el tinte de ocultación que antes era obvio… sus silencios, aunque iguales en aspecto a los anteriores ya no parecían guardar secretos… Todo había cambiado pensaba: «¡Qué raro! y sin embargo todos hacen lo mismo».

En ese momento de silencio meditativo, se oyó la melodía de un poeta que rasgando su guitarra decía.

EL QUE TIENE EN LA FRENTE UN MARTILLO
NO VE MAS QUE CLAVOS

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