EL SANADOR


En un lejano desierto, se hallaba escondido un poblado de pequeñas construcciones entre ondulantes palmeras. A poca distancia del grupo de casas, se divisaba una cabaña que, a pesar de su sencillez, impregnaba todo su entorno de una atmósfera sagrada. Se decía que todo aquel que por allí pasaba se sentía embriagado por una inexplicable mezcla de paz y silencio que serenaba su rostro y su alma.

Se comentaba también que varias fueron las ocasiones en las que lugareños y forasteros, pudieron admirar con ojos atónitos cómo una nube solitaria, misteriosamente posada sobre la cabaña, desprendía algo semejante a una lluvia de pétalos de rosas.

Un día, en los primeros destellos del alba por el camino que serpentea hasta la cabaña, se observa como una mujer llevando de la mano a su hijo, se encamina decididamente hacia la puerta. Al llegar frente a ella y con gesto parsimonioso, semejante al de un devoto ante la entrada de un templo, acicala al muchacho con el fin de hacerle digno a la presencia de su morador. Madre e hijo inclinan humildemente la cabeza y, tras llamar a la puerta, son invitados a pasar a su interior

Tres velas encendidas iluminan tenuemente la imponente figura del habitante de la cabaña: ¡El Maestro!…

Con su mirada plena de profunda comprensión, inclina su cabeza en señal de bienvenida a los recién llegados.

«Maestro», le dice ella, «he traído a mi hijo para que le convenzas que no coma azúcar. El médico ya se lo ha ordenado muchas veces y, él nunca ha sido capaz de hacerle caso. Creo que está obsesionado, su vida peligra. Me dirijo a ti porque de todos es sabido que tienes un poderoso secreto por el que cuando algo aconsejáis, vuestra palabra tiene el misterioso poder de llegar muy dentro del corazón. Maestro, te pido por favor que le digas a mi hijo que no coma azúcar. Ten piedad de mí y de él. Yo sé que a Ti te hará caso».

El Maestro tras observar con atención lo que allí está sucediendo, le contesta:

«Mujer, vuelve dentro de tres días y tres noches».

A lo que ella, tras asentir con una inclinación de cabeza, se retira en silencio, íntimamente desconcertada.

Pasados los tres días y las tres noches, madre e hijo vuelven a recorrer la larga distancia que los separa de la casa del Maestro… y tal y como hiciere anteriormente, se detienen ante la puerta, arregla un poco al muchacho e, inclinándose ante el símbolo de la misma, penetran en su interior.

Pareciera no haber pasado el tiempo. La luz de las velas ilumina la figura del Maestro que al ver a los recién llegados, realiza un cálido gesto de bienvenida y les invita a sentarse junto a él.

La mujer, rompiendo el silencio le dice:

«Han pasado tres días y tres noches, y aquí estamos».

A lo que él dirigiendo su mirada al chico, le dice con naturalidad:

«Muchacho: Debes renunciar a comer azúcar; no es buena para ti».

Tras un profundo y desconcertante silencio, el muchacho, reflejando una intensa emoción, contesta impresionado:

«Así será».

La madre, aunque afectada en su corazón por sentir la intensa emoción de su hijo, pero no pudiendo reprimir una cierta curiosidad por la brevedad y sencillez de lo que allí ha sucedido, interpela al Maestro diciendo:

«Pero, ¿Eso es todo?»

A lo que éste responde:

«Sí. Eso es todo. Si queréis, podéis retiraros».

Sin embargo, la mujer un tanto desconcertada le dice:

«Pero Maestro: Perdonad mi posible ignorancia, pero en mi anterior visita, cuando entré aquí y os planteé mi petición, me indicasteis que volviera dentro de tres días. Tú sabes que mi casa está alejada y el camino es peligroso. No puedo comprender por qué me has hecho venir otra vez hasta acá y no me ayudasteis entonces, diciendo a mi hijo lo que hoy le has pronunciado. Si la solución de mi problema era tan sencilla ¿por qué no nos ahorraste el viaje de vuelta?

El Maestro, mirando con amor y comprensión a los ojos de ella le dice:

Mujer:

LLEVO TRES DÍAS Y TRES NOCHES SIN COMER AZÚCAR

Fuente: https://escuelatranspersonal.com/wp-content/cuentos/todos/cuento18.htm

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